textos de barajar y dar de nuevo

acá guardo los textos largos por si se quieren leer completos, digo...si tienen ganas...

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Nombre: Crisfer
Ubicación: buenos aires, Argentina

lunes, julio 04, 2005

Puntos de vista

En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda, era el color de la vida, y el blanco, color de los huesos, era el color de la muerte.

Según los viejos sabios de la región colombiana del Choco, Adán y Eva eran negros y negros eran sus hijos Cain y Abel. Cuando Cain mato a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios. Ante las furias del señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció que blanco quedo hasta el fin de sus días. Los blancos somos, todos, hijos de Cain.

Si Eva hubiera escrito el Génesis, ?como seria la primera noche de amor del genero humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominara. Que todas esas son puras mentiras que Adán contó a la prensa.

Si las Santas Apostolas hubieran escrito los Evangelios, ¿como seria la primera noche de la era cristiana?

San José, contarían las Apostalas, estaba de mal humor. El era el único que tenia cara larga en aquel pesebre donde el niño Jesús, recién nacido, resplandecía en su cuna de paja. Todos sonreían: la Virgen María, los angelitos, los pastores, las ovejas, el buey, el asno, los magos venidos del Oriente y la estrella que los había conducido hasta Belén de Judea.

Todos sonreían, menos uno. San José, sombrío, murmuro:
-Yo quería una nena.

En la selva, ¿llaman ley de la ciudad a la costumbre de devorar al mas débil?

Desde el punto de vista de un pueblo enfermo, ¿que significa la moneda sana?

La venta de armas es una buena noticia para la economía, pero no es tan buena para sus difuntos.

Desde el punto de vista del presidente Fujimori, esta muy bien asaltar al Poder Legislativo y al Poder Judicial, delitos que fueron premiados con su reelección, pero esta muy mal asaltar una embajada, delito que fue castigado con una aplaudida carnicería.

Eduardo Galeano

jueves, abril 14, 2005

empresa sueca

...digo, a nuestros grupos globales; el sueco puede estar incorrecto, pero él es el que paga nuestros salarios. Sin embargo, debo precisar que no conozco a gente que tenga una cultura más colectiva sobre eso... Voy a contarles algo para que tengan una noción... La primera vez que fui para allá, en 1990, uno de los colegas suecos me recogía del hotel todas las mañanas. Era septiembre, hacía frío y una leve nevisca. Llegamos temprano a la Volvo y él parqueó el coche lejos de la puerta de entrada (son 2000 empleados con coche). El primer día no le dije nada, el segundo tampoco, ni el tercero... Más adelante, con un poco más que confianza, le pregunté: "¿Este es tu lugar para parquear? He notado que como llegamos temprano el estacionamiento está vacío y dejas el coche en el extremo mas largo... "y me contestó así de simple: "es que llegamos temprano, entonces nosotros tenemos tiempo para caminar. Para quiénes llegan después es mejor que estén más cerca de la puerta. ¿No piensas lo mismo?" Imaginen, ¡Cómo me quedé avergonzado! (Como en México) Esto me hizo repasar mis conceptos. En Europa por estos tiempos tiene lugar un gran movimiento llamado "Slow Food". La asociación internacional del alimento lento, cuyo símbolo es un caracol, tiene su base en Italia. El movimiento "Slow Food" pregona que la gente debe comer y beber los alimentos saboreando, "bronceando" su preparación, compartirlos con la familia, los amigos, sin rapidez y con calidad. La idea está en oposición a los alimentos de preparación rápida y que representan un estilo de vida. La sorpresa, sin embargo, es que este movimiento del alimento lento es una parte de la base del movimiento llamado "Slow Europe" como precisó Business Week en su última edición europea. La base de todo consiste en la cuestión de la "rapidez" y la "locura" generada por la globalización, para mí

viernes, abril 08, 2005

Pacto de sangre.


A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.

No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.

Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia.

Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.

El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice qué lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta.

No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braille, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braille, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quién hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.

jueves, abril 07, 2005

La marea roja

Al principio creí que era una gripe, de esas en que la fiebre sube y te hace transpirar hasta la nuca.
Cuando comprobé que ni mocos tenía, le empecé a echar la culpa al tiempo, "¡ este calor y la humedad que no se bancan!" Hasta que empezó el fresquito y los golpes de calor se hicieron más y más seguidos.
¡Y yo que me llenaba la boca diciendo que los calores pre-menopáusicos eran psicológicos! ¿Psicológicos? ¡Las pelotas!
Mi mamá siempre me dijo que para que a una no le agarraran había que tener sexo bastante seguido ¡Qué simpática! ¿Quien a esta altura y con semejantes sofocones puede tener ganas de hacerlo, y encima, "bastante seguido"? En realidad, antes preferiría poner a mi marido abanicándome continuamente, pero eso es sólo una utopía.
La verdad que no sé si quedarme con los calores o con los bajones imbancables que me arrancan hasta las ganas de vivir. ¿Y yo quiero seguir viviendo feliz con o sin menstruación! Parece que las hormonas femeninas son tan complicadas como nosotras.
¿Por qué las mujeres debemos padecer tanto? Que la regla, que el embarazo, que la lactancia y, como si todo eso fuera poco, ¡ahora la menopausia! ¿No podría retirarse, al menos, sin tanto ruido, perdón, tanto calorón?
Ahora presiento que viene otra erupción volcánica, hasta me hace recordar, cuando dando de mamar bajaba la leche y la sed era igualita a la de estar caminando a las doce del mediodía por el desierto de Sahara.... Realmente somos la Madre Tierra y cargamos sobre nuestras espaldas todos los accidentes geográficos del planeta.
¿Los sofocones serán directamente proporcionales a lo fogosa que uno fue en vida? ¿ De haberlo sabido que me esperaba esto, me hubiese llamado a sosiego mucho antes! O quizás, tendría que haber conservado la virginidad por más tiempo...
¿Será que Dios nos creó estos calorones para mantenernos distraídas y no sufrir tanto ahora que se van los hijos? Yo sufro igual, la diferencia es que ahora tengo en casa más ventiladores para mi solita...
Lo peor de todo, es que cuando me miro en el espejo en medio de esos ataques (a propósito... ¿los demás se darán cuenta de semejante episodio? ¡qué horror) la rosácea a flor de piel hace que me transforme aún más. ¡Que ironía, porque yo me siento como de 20, de 20 transpirada después de haber corrido una maratón o de haber hecho el amor tres veces seguidas...!
¿Por qué el espejo no me devuelve la misma imagen interior que una tiene de sí misma?
Esto es cierto: una por dentro se siente todavía muy joven, piensa joven y hasta nos gustaría volver a repetir la vida, pero con la experiencia de ahora. Lastima que la carrocería ya no nos acompañe, salvo que una tenga la dicha de poder hacerse chapa y pintura.
Y lo bueno es que no me encuentro tan sola en esta secuencia de mi vida. Muchas pasamos más o menos por las mismas cosas y a cierta edad, una sabe que no es única, que dejó de ser el ombligo del mundo y que ahora la vida empieza para disfrutarse con un poco menos de obligaciones.
Y pasados ya los 40 laaargos, empezamos a buscar un poco más de libertad (¿lo del calor será el precio que se paga por ella?)
También nos ponemos un poquito más nerviosas (¿por qué negarlo?)Como cuando tratamos de buscar un poquito más de respeto ante un hijo grandecito que nos enfrenta o nos levanta la voz y ya no podemos darle una bofetada, porque se nos caen el alma y la mano.
Entonces, además de vieja de mierda te hacen sentir candidata al Alzheimer adelantado, ¡pero déjalos Señor, porque no saben lo que hacen! A ellos también les llegará algún día la meno y la andropausia...jajaja
En fin, ¿por qué hay que terminar tan molestamente? ¿Por qué no despedirse con calma de aquello que nos asustó cuando vino la primera vez, que nos provocó fastidio durante toda la vida, que nos amargaba o nos preocupaba si algún mes nos faltaba, que nos entristecía cuando venía y esperábamos otra cosa, que en ocasiones nos limitaba y alguna que otra vez hasta nos manchaba la ropa...?
La marea roja se retira de esta playa, con gaviotas, sirenas y nubarrones....¡Y este calor de mierda que me mata!
Texto: Ana Solá

miércoles, abril 06, 2005

carta a Macarena.

Carta a Macarena

Hace algún tiempo, movida por esa recóndita ternura que te pertenece
y que de tanto en tanto nos recuerda que no somos un mero mecanismo de supervivencia, me pediste que escribiera algo dedicado a ti. Desde aquel momento, ha transcurrido un tiempo perdido en estériles intentos de reconciliación, que fueron diluyendo aquella necesidad de sentirnos cerca.
Por mi parte, he de decirte, que los surcos que con tu lava de amor hendiste en mi,
guardarán siempre su destino de paisaje.

Se ha dicho alguna vez que es al recuerdo donde viajan más a menudo los distraídos. Como tú sabes no hubo ni habrá, seguramente, uno mayor que yo... que de tanto en tanto, se suelta a navegar océanos emancipados de olvidos.
Será por eso que bastante tarde o muy de madrugada -que es lo mismo-, cuando me he sentido algo huérfano, he renovado mi alma con tu imagen en mi recuerdo.
Así, al comienzo de un nuevo día, he sentido reiteradamente tu voz..., tu risa. Aunque a la luz matinal, y luego del descanso que me permitiste, haya buscado afanosamente convencerme de que sólo se trató de un bostezo, o si es más fino, un sueño.

Eso de soñar siempre me pareció un poco viejo, sabiendo para mejor que los sueños no se dan siempre, pues tienen su origen en la timidez del alma y la timidez del alma no es otra cosa que postergar dosificadamente, o a veces para siempre, la intención de modelarse para uno mismo, una vida más o menos linda.

Cuando analizo fríamente tu fenómeno en mí, descubro a la persona por quien he reído y por quien me he lamentado un sin número de veces... pero por motivos distintos a la gran mayoría de las veces. Te he sentido solitaria, melancólica, triste... incluso ansiosa... Siempre te mostraste ante mi alegre y prolija; admitiendo pequeñas vanidades y chispas viciadas de miseria; algunas ajenas, la mayoría, mías.
Te admiro por eso, pues quien quiera que decida detenerse en ti, como lo hice yo, encontrará a la persona que le agrada y que es como el fuego que purifica al hueso.
Si acaso nadie se detiene con la dedicación que puse yo,
no sientas pena, no eres tu. Te diría que muchas personas piensan que sólo su piel es la que duele. Ciertamente, a esta ceremonia del vivir generalmente concurrimos pocos... ya que cuando la luz se enciende, se encienden las ideas y la gloria del espíritu, y muchos, deambulan peleados con su espíritu haciéndoles faltar a las citas.

Es que somos tan absurdos, vos, yo y en general todos, que de tanto temer una derrota, ni nos atrevemos a intentar el juego de jugar. Pareciera que sólo hemos aprendido de nuestros mayores a fingir para vencer -¿a quien?- A custodiar nuestro territorio individual... ¡En fin!, a no darnos casi nada.

Aquí y ahora te diré que me esfuerzo para que no me importe tanto mi piel.
Quizá porque he comprendido vagamente cada mensaje
o porque guardo bien nuestras experiencias.

Estoy y seguiré, porque tengo un mundo que conocer -aún faltando mutuamente a la promesa de conocerlo juntos-. Pero es que... gracias a ti, he almacenado la suficiente sensibilidad como para advertir que la primavera todavía perdura a mitad de la existencia y seguirá estando... luego... y después. También por ti, desmenuzo ahora las arenas del verano o saboreo las delicias del mar que reposa en mis labios. Aunque lo más trascendente sea, el que hayas logrado que pueda remontar las cuestas del otoño para resurgir después, victorioso, de mis inviernos interminables.

En homenaje a nuestros días, a lo que conservo de ti y lo que tú te llevaste de mí, te propongo que un día cualquiera nos encontremos.
Que ese día, volviendo sobre nuestros pasos, demos vida a los momentos que bañamos de esplendor. Para ello, elijamos un día especial. Podría ser, si te parece, el 31 de abril de algún año de este jamás insuperable... Así, acaso, nos quede la tranquilidad en el alma al saber, que nuestros pasos de pétalos existirán siempre,
aún cuando no tengan para su encuentro, un día que figure en el almanaque.
Marcelo D. Ferrer